El 27 de abril de 1997 me pasé toda la mañana llamando por
teléfono para buscar compañía: no hubo amigas ni primas que aceptaran mi
invitación. “Vamos a la Feria
del Libro. Va a estar Bradbury.” Esa era mi arenga. Infructuosa. A las dos de
la tarde estaba en la 23ª Feria del Libro. Sola. Con mi ejemplar de Fahrenheit 451 en la mano. Lo había
leído a los 15 gracias a mi profesora Corochita.
El paseo por la exposición me distrajo un rato y luego me
decidí a hacer la cola que habilitaba la entrada a una carpa-santuario donde
permanecía el gran Ray sin ser visto por los que esperaban fuera de allí. Eran
cuadras, remolinos de gente. Durante horas confraternicé con los que me
rodeaban. Cuando comenzaba a anochecer, ocurrió lo impensado. Un guardia de
seguridad caminó la cola como un esbirro de la muerte mientras anunciaba que en
algún momento no muy lejano la puerta del santuario se iba a cerrar y el que
quedara afuera no lograría ver a Bradbury. Fue notable cómo la noticia rompió
la amistosa comunión de la cola. Todos nos mirábamos pensando quién sería el
afortunado que entrara y quién quedaría excluido. Seguimos avanzando con los
cuerpos en tensión. Nadie abandonó su lugar.
Faltaban pocos metros para trasponer la meta y el guardia se
paró en la puerta y dijo: “Bueno, es el último grupo que pasa”. No definió
grupo. No aclaró qué número de personas conforman un grupo. El grupo se formó
con las personas delante de mí y yo. Fui la última. La que recibió los aplausos
de los de adentro y la bocanada de odio de los de afuera. Fue el primer golpe
de suerte.
Bradbury estaba cansado pero contento de ver el final de la
cola. Me sonrió. Le di el libro. Lo autografió. Y con timidez dije algo como
“Can I take a picture?” Entonces él me invitó a la foto. A que yo saliera con
él. Y me apoyó su mano en la cabeza para sostener mi cara junto a la de él,
mientras uno de mis amigos de la cola tomaba la foto. Segundo golpe de suerte.
Le dije “Thank you!” y él estiró su brazo para que me
acercara a darle un beso. Fue algo rápido, no nos pusimos de acuerdo o
acordamos demasiado, y el beso fue en los labios. Risas. Bye bye. Tercer golpe
de suerte.
Mientras escribo pienso en que pasaron muchos años y yo sigo
recordando la anécdota cada vez que alguien lo nombra. Hoy me decido a
escribirla porque me entero de su muerte y la tristeza no tiene tanta magnitud
como mi recuerdo. Releo el volumen autografiado:
“Pero ahora había que caminar toda la mañana hasta el
mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en
todo, y muchas cosas que recordar. Quizás más tarde en la mañana, cuando el sol
estuviese alto y los hubiese calentado, comenzarían a hablar, o a recitar las
cosas que recordaban, para estar seguros de que estaban allí, para tener la
certeza de que ciertas cosas estaban a salvo.”
2 comentarios:
ayyy no sabia de eso, tuviste una aventura con este grande amiga, sos lo mas!!!! te quiero, que magia trasmitis!
Leyendo este blog creo que el deseo de transmigración literaria se cumplió con creces. Bellísima anecdota.
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