miércoles, 6 de junio de 2012

El último beso (despedida a Ray Bradbury)


El 27 de abril de 1997 me pasé toda la mañana llamando por teléfono para buscar compañía: no hubo amigas ni primas que aceptaran mi invitación. “Vamos a la Feria del Libro. Va a estar Bradbury.” Esa era mi arenga. Infructuosa. A las dos de la tarde estaba en la 23ª Feria del Libro. Sola. Con mi ejemplar de Fahrenheit 451 en la mano. Lo había leído a los 15 gracias a mi profesora Corochita.



El paseo por la exposición me distrajo un rato y luego me decidí a hacer la cola que habilitaba la entrada a una carpa-santuario donde permanecía el gran Ray sin ser visto por los que esperaban fuera de allí. Eran cuadras, remolinos de gente. Durante horas confraternicé con los que me rodeaban. Cuando comenzaba a anochecer, ocurrió lo impensado. Un guardia de seguridad caminó la cola como un esbirro de la muerte mientras anunciaba que en algún momento no muy lejano la puerta del santuario se iba a cerrar y el que quedara afuera no lograría ver a Bradbury. Fue notable cómo la noticia rompió la amistosa comunión de la cola. Todos nos mirábamos pensando quién sería el afortunado que entrara y quién quedaría excluido. Seguimos avanzando con los cuerpos en tensión. Nadie abandonó su lugar.
Faltaban pocos metros para trasponer la meta y el guardia se paró en la puerta y dijo: “Bueno, es el último grupo que pasa”. No definió grupo. No aclaró qué número de personas conforman un grupo. El grupo se formó con las personas delante de mí y yo. Fui la última. La que recibió los aplausos de los de adentro y la bocanada de odio de los de afuera. Fue el primer golpe de suerte.
Bradbury estaba cansado pero contento de ver el final de la cola. Me sonrió. Le di el libro. Lo autografió. Y con timidez dije algo como “Can I take a picture?” Entonces él me invitó a la foto. A que yo saliera con él. Y me apoyó su mano en la cabeza para sostener mi cara junto a la de él, mientras uno de mis amigos de la cola tomaba la foto. Segundo golpe de suerte.
Le dije “Thank you!” y él estiró su brazo para que me acercara a darle un beso. Fue algo rápido, no nos pusimos de acuerdo o acordamos demasiado, y el beso fue en los labios. Risas. Bye bye. Tercer golpe de suerte.
Mientras escribo pienso en que pasaron muchos años y yo sigo recordando la anécdota cada vez que alguien lo nombra. Hoy me decido a escribirla porque me entero de su muerte y la tristeza no tiene tanta magnitud como mi recuerdo. Releo el volumen autografiado:
“Pero ahora había que caminar toda la mañana hasta el mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y muchas cosas que recordar. Quizás más tarde en la mañana, cuando el sol estuviese alto y los hubiese calentado, comenzarían a hablar, o a recitar las cosas que recordaban, para estar seguros de que estaban allí, para tener la certeza de que ciertas cosas estaban a salvo.”
Mi relato ya está a salvo. Hoy el sol está alto para recibir al gran Bradbury en alguno de los artefactos voladores que él mismo soñó. Ojalá que algo de él haya trasmigrado hacía mí con ese beso.   

sábado, 5 de mayo de 2012

Mi visita a La Feria

Cuando era chica mi mamá nos llevaba a mi hermano y a mí a La Feria. En La Feria vendían verduras y pescado fresco. Íbamos con un changuito (que ahora se ha vuelto vintage) y lo cargábamos con delicias coloridas. Todo era divertido, incluso el trayecto en el que mi hermano esquivaba perros callejeros. Yo siempre tenía mocos y nunca tenía pañuelos, y mi mamá me sonaba con gigantescas hojas de tilo. Esos dos recuerdos, los perros y las hojas de tilo, van unidos a La Feria con una continuidad inquietante.
La semana pasada fui a La Feria, que ya no es más en mi imaginario, aquella donde mi mamá hacía sus compras semanales con dos chiquitos alborotados, sino el lugar donde los libros se venden como verdura y pescado fresco.
Hay varios postulados que me son útiles cuando voy a La Feria (sobre todo cuando argumento acerca de mi persistencia en el paseo):
- Como soy docente, no pago la entrada y obtengo descuento en mis compras.
- Evito la multitud yendo un día de semana.
- Utilizo el tiempo que tengo disponible como si fuera un caramelo ácido (cuando se acaba, se acaba).
- Llevo una lista de compras y trato de ubicar los libros en las editoriales y no en las librerías.
- Intento aprovechar la charla de algún escritor que me interesa (escuchar a Angélica Gorodischer y llevarme mi Fahrenheit 451 firmado por Bradbury, son algunos de mis trofeos de guerra)
Esto en cuanto a lo práctico. Pero además está el voyeurismo intelectual, eso de mirar los libros, espiarlos, aunque sepamos que no nos alcanzarían cien vidas para leer todo lo que quisiéramos. Y también espiar qué libros llevan los demás. Y sentirse espiada. Todo esto me pone de excelente buen humor. Me divierte. Que es la única razón definitiva por la que sigo yendo a La Feria: me divierte.
Este año me traje:
- Escribir de Marguerite Duras (Tusquets). Porque para escribir hay que escuchar a quien ESCRIBE. Recomiendo el stand de Tusquets y su colección de literatura erótica "La sonrisa vertical"
- en el stand de Siglo XXI hay una mesa con ejemplares que tienen tapas defectuosas (el contenido está impecable). Se consiguen libros muy valiosos y muy caros a 20, 30 y 40 pesos. Reemplacé mis fotocopias de El imperio de los sentimientos de Beatriz Sarlo y El grado cero de la escritura de Roland Barthes por dos libros como Dios manda.
- el sector de Alianza y Cátedra lo atiende el Diablo: nos dice "compren las mejores traducciones, los libros que no se consiguen, compren importado cuando todavía pueden". El precio de los libros nos quema en el acto pero yo me arriesgué y me traje Relatos de Thomas Bernhard y Nueve Cuentos de Salinger.
Como ven, no necesité changuito. Na había perros que esquivar (aunque sí esquivé a la Mujer Maravilla y a Batman) y ahora llevo pañuelitos descartables. Pero me traje delicias a las que no pienso renunciar.

lunes, 30 de abril de 2012

Malas compañías


Charlaba con alguien de Truman Capote. De su genialidad. De lo agotadora que puede resultar (no me ha sucedido todavía) su lectura ininterrumpida. Los giros de esa conversación dejaron de lado a Capote y pusieron en escena la conveniencia de ciertas compañías. Vuelvo a Capote porque creo que puede decir más de esto que yo.
 “El halcón decapitado” es un cuento inevitable, sórdido, filoso. El narrador construye a través de un ir y venir de tiempos narrativos, una historia confusa y esquiva: la de Vincent y D.J. Toda las imágenes del relato giran alrededor de un cuadro pintado por D.J. que Vincent cuelga en la pared de su casa. El cuadro muestra un halcón decapitado y Vincent le habla al halcón como si se hablara a sí mismo. El narrador dice:
“Ahora quería la pintura, no para la galería, sino para él. Ciertas obras de arte despiertan más interés por sus creadores que por la forma en que han sido creadas; generalmente porque en esa clase de obras se identifica algo que hasta ese instante parecía una percepción íntima e inexpresable, y uno se pregunta: ¿quién es ése que me conoce, y cómo?”
Creo que Truman Capote despeja en esta reflexión uno de las incógnitas acerca de por qué el arte se vuelve una necesidad para el hombre. El arte nos permite mirar la vida con otros ojos, más despiertos, más atentos. También nos da herramientas para modificarla. Pero además (y acá la dirección se invierte) nos devela algo de nosotros mismos, que hasta ese momento no habíamos sido capaces de expresar por no encontrar una lógica viable. El arte se vuelve nuestro lenguaje y nuestra posibilidad de decir lo que de otra forma no hubiéramos podido.
Este cuento actuó hoy para mí, como el cuadro para Vincent. La puesta en abismo como procedimiento, superó las fronteras del texto y se instaló en mi pensamiento. Porque al releerlo, al incomodarme, al hacerme faltar la respiración, me puso en contacto con la cuestión de la presencia de esas personas que se cruzan en la vida de uno para darle sentido o para quitárselo por completo.
¿Hubiera preferido Vincent no cruzarse nunca con D.J.? ¿Podemos plantearnos la eventualidad de qué habría pasado si nunca nos hubiéramos encontrado con alguien que parece persistir a nuestro lado aún contra toda conveniencia? Yo creo que es una cuestión vana. Somos esos cruces. Es imposible que D.J. no esté porque aunque Vincent no la vea, ya forma parte de su mente (como la niña aterradora de “Miriam”).
El hecho de si esas personas que nuestra madre desaconsejaría pertenecen al ámbito de las sombras (como parece indicar el epígrafe bíblico) o al de la luz, es absolutamente improcedente. Esas personas están porque nos definen a nosotros mismos, no alteran quienes somos: nos delimitan, nos devuelven nuestra propia imagen.  http://www.facebook.com/elige.tu.propia.aventura

lunes, 23 de abril de 2012

23 de abril. "Día del libro" Cuando comencé a escribir este blog tenía como premisa el anonimato. Sin embargo, esa misma situación hizo que lo fuera abandonando, porque creo que en el fondo no me hacía cargo. Así que ahora seré quien soy para algunos y para otros seguiré siendo Sredni Vashtar. No prometo nada. Compartiré las lecturas que me gustan, como me guste. Incluiré los textos que me gusten, porque sí. Haré recomendaciones breves o extensas según tenga tiempo y humor. Y tal vez incluya algún cuento mío. En fin, esto se tratará sólo de placer. Y para empezar les dejo un relato de Clarice Lispector acerca del deseo de tener un libro: Una niña y su libro como una mujer y su amante. Increíble definición de la felicidad.
"Felicidad clandestina"
Clarice Lispector 
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.