jueves, 1 de abril de 2010

¡Alcen la barrera!

Me pregunto a veces por el prestigio de la magia. Tratamos de configurar un tablero de vida lo más ordenado y predecible que se pueda. Adoptamos rutinas y horarios. Dictamos reglas de juego claras y nos sometemos a ellas. Pero luego, cuando alguna zona de la experiencia se torna rebelde y nos demuestra que los límites están trazados con tiza, lo tomamos (no sin resistencia) como una señal maravillosa de lo azarosa e inestable que puede ser la realidad.
De la misma forma, tendemos a valorar en la gente su identidad consigo misma, su persistencia en una empresa determinada, su pensamiento lógico y su adaptabilidad a las circunstancias. Sin embargo, nos sentimos deslumbrados por alguien cambiante, colorido, caleidoscópico, que se escabulla del análisis y le dé un toque de mancha venenosa a todo lo que trate de pautarlo.
El día que comencé a leer RAYUELA surgió en mí la necesidad de que todos la leyeran. Recité incontables veces el párrafo inicial para todos los que quisieran oírlo o no. Al final del día lo sabía de memoria. Se había transformado en un conjuro. Cambiaría mi vida. Ya la había cambiado:
“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.”
Prefiero encontrar a alguien por la calle que citarlo. Me fascina descubrir que de chicos leímos los mismos libros y que de grandes nos rozamos las manos en los mismos anaqueles. Trato de adivinar la música que lo relaja en un baño de espumas y casi me sorprende que sea la misma que me acariciaría a mí. Ta te ti. ¿Suerte para mí? ¿Suerte o la desesperación de dirigirme al embaldosado infierno?
La gente se luce en el truco (juego de adultos) con mentiras y astucia. Yo me quedo con la “casita robada” en donde no importa cuán brillante seas, puesto que sólo el que tenga la carta adecuada podrá llevarse el montoncito. Es una disputa por la posesión de un tesoro, pero es una disputa limpia en la que el azar puede determinar que te quedes con todo aunque en la mano anterior te hubieran saqueado.
Creo que eso es lo mágico del azar: la imposibilidad de falsearlo, lo ridículo de hacer trampa. Lo previsible nos permite cuentas claras, la ceguera de lo establecido no tiene margen de error. Pero ¿qué ocurre cuando la farolera enciende el farol? Nos ponemos a contar y las cuentas salen mal. La razón comienza a derretirse.
La literatura es para mí el farol maravilloso de una torpe farolera. Construida con lenguaje, con lógica, es sin embargo la grieta del universo, la falla del sistema. En su puesta en abismo de significados y significantes, nos empuja con vértigo de hamaca al otro lado de la luna y encima pide de nosotros colaboración.
Y no hay nada mejor que arrastrar al desprevenido compañero de vereda hacia las fauces del libro que llevamos en la mano: ya no encontrará lugar seguro donde picar para todos los compas. Game over.