lunes, 7 de septiembre de 2009

Tratos y retratos

Hace unos días me llamó una amiga (docente ella) para que la acompañara a la cita que había hecho con el cirujano plástico. Estaba interesada en adquirir la mercadería prohibida que haría que los hombres se apartaran del camino recto para deslizarse por las sinuosidades del tentador cuerpo femenino. Mis actividades con el maravilloso mundo de la literatura me impedían asistir a la reunión, pero al otro día escuché atenta lo que para ella fue su sentencia de muerte: varios miles. ¡Ja! Quedaban muy lejos sus sueños de ser mirada cuando llegaba. Sin embargo no se desanimó. Siempre hay opciones: heredar, lograr un buen divorcio y por qué no venderle el alma al diablo. Como Dorian Grey. Por supuesto, no vacilé en el deleite repetido de la lectura del clásico de mi bendito Oscar Wilde. ¿Qué quería Dorian, qué había anhelado en el momento en que había visto su imagen perfecta en el cuadro pintado por su amigo Basilio? ¿Belleza incorrupta? ¿Juventud eterna? Deseos incompletos. Adán renegó del Paraíso ante la posibilidad de ser como Dios. Y Fausto prefirió las llamas eternas a cambio de sabiduría. Pero Dorian no se detuvo en el pedido: no es tan tonto alguien que ama la belleza por sobre todas las cosas. Leamos:
“Había expresado un loco deseo de permanecer siempre joven y de que el retrato envejeciera; de que su propia belleza no quedara mancillada nunca, y de que la faz de aquel lienzo soportase el peso de sus pasiones y de sus pecados; que la imagen pintada pudiera verse estigmatizada con las líneas de los dolores y los pensamientos, y pudiese él conservar, mientras tanto, la delicada lozanía y gentileza de su hasta entonces consciente adolescencia.”
Claro, el secreto de la belleza eterna no está en el botox ni las siliconas; no cuesta ni mil, ni ocho mil, ni un millón. La belleza se corrompe con las HUELLAS. ¿Las del tiempo? NO. Cómo les suena esta enumeración: pasiones, pecados, dolores, pensamientos. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, los cuatro malditos escarabajos de Liverpool, las cuatro esquinas del laberinto de Creta. El punto es que ni Dorian ni ninguno de nosotros, supongo, estamos dispuestos a renunciar a ellos. Sería como renunciar a la vida.
Nuestra ventaja reside en pertenecer a la modernidad, edad del mundo en la que el diablo viste de Prada. Aquí van las soluciones: ¿Pasiones?: disimuladas. ¿Pecados?: ocultados. ¿Dolores?: reprimidos. Pero, ahhhh, ¿qué hacemos con los pensamientos? Sólo puedo arengarlos a una cosa: atícenlos, les van a servir para ser ustedes mismos y, de última, para rebuscarse la manera de pagarle al cirujano plástico.